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Ya cerca del amanecer me retiré a la biblioteca. Era forzoso escribir al Cardenal Camarlengo, y decidí hacerlo en aquellas horas de monótona tristeza, cuando todas las campanas de Ligura se despertaban tocando a muerto, y prestes y arciprestes con rezo latino encomendaban a Dios el alma del difunto Obispo de Betulia. En mi carta, dile a Monseñor Sassoferrato cuenta de todo muy extensamente, y luego de haber lacrado y puesto los cinco sellos con las armas pontificias, llamé al mayordomo y le entregué el pliego para que sin pérdida de momento un correo lo llevase a Roma. Hecho esto me dirigí al oratorio de la Princesa, donde sin intervalo se sucedían las misas desde antes de rayar el sol. Primero habían celebrado los familiares que velaran el cadáver de Monseñor Gaetani, después los capellanes de la casa, y luego algún obeso colegial mayor que llegaba apresurado y jadeante. La Princesa había mandado franquear las puertas del Palacio, y a lo largo de los corredores sentíase el sordo murmullo del pueblo que entraba a visitar el cadáver. Los criados vigilaban en las antesalas, y los acólitos pasaban y repasaban con su ropón rojo y su roquete blanco, metiéndose a empujones por entre los devotos.
Al entrar en el oratorio, mi corazón palpitó. Allí estaba María Rosario, y cercano a ella tuve la suerte de oír misa. Recibida la bendición, me adelanté a saludarla. Ella me respondió temblando: También mi corazón temblaba, pero los ojos de María Rosario no podían verlo. Yo hubiérale rogado que pusiese su mano sobre mi pecho, pero temí que desoyese mi ruego. Aquella niña era cruel como todas las santas que tremolan en la tersa diestra la palma virginal. Confieso que yo tengo predilección por aquellas otras que primero han sido grandes pecadoras. Desgraciadamente María Rosario nunca quiso comprender que era su destino mucho menos bello que el de María de Magdala. La pobre no sabía que lo mejor de la santidad son las tentaciones. Quise ofrecerle agua bendita, y con galante apresuramiento me adelanté a tomarla: María Rosario tocó apenas mis dedos, y haciendo la señal de la cruz, salió del oratorio. Salí detrás, y pude verla un momento en el fondo tenebroso del corredor, hablando con el mayordomo. Al parecer le daba órdenes en voz baja: volvió la cabeza, y viendo que me acercaba, enrojeció vivamente.
Ramón María del Valle-Inclán. Sonata de primavera: Memorias del Marqués de Bradomín
1. Las Sonatas son una de las más destacadas representaciones de la prosa modernista. En ellas Valle-Inclán cuenta de forma autobiográfica la historia de los amores del marqués de Bradomín. Lo primero que te pediremos es un resumen en dos o tres líneas del contenido concreto de este fragmento y que indiques su tema.
Añadiremos una pequeña dificultad: incluye en tu resumen al menos una oración compuesta que contenga una proposición subordinada adverbial. Subraya esta proposición.
La asignatura es de lengua