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Sagot :
Para qué el régimen nazi no entrara en guerra con estos sectores, si se les unían estarían más protegidos de estos mismos, a pesar de que lo que buscaban no era la violencia prefirieron unirse a ellos que luchar en contra.
En efecto, las clases privilegiadas le prestaron su apoyo financiero y propagandístico, exigiendo a cambio la represión de los movimientos genuinamente obreros y anticapitalistas (tanto dentro como fuera de su partido). La burocracia y la milicia retienen algo del poder ejecutivo; los grupos de poder económico disponen de una nada despreciable capacidad de influir sobre las políticas del Estado. Desgraciadamente, sólo los primeros (y no todos) pagaron con su vida por sus horrendos crímenes[120]. A pesar de que no falta quien intenta minimizar la responsabilidad de las élites políticas y económicas del país en la instauración del régimen nazi, los datos hablan por sí mismos: sin ayuda de la industria, las finanzas, y los medios de comunicación alemanes, Hitler nunca podría haber sido canciller. Los ejemplos de este apoyo, siempre a la luz del día, se repiten ya desde los albores del movimiento nazi. En 1923 Fritz Thyssen, de Aceros Unidos, entrega a Hitler 100.000 marcos oro[121]; posteriormente, esta asignación se incrementaría, hasta llegar a los 2.000.000 de marcos anuales (antes de su llegada al poder). El grupo de Thyssen, la I.G. Farben (del sector de la química), la Krupp (de la industria de armamentos), así como otros poderosos representantes de la gran empresa[122], permitieron que las cuentas del partido nazi estuvieran permanentemente saneadas[123]. Pero este apoyo continuó tras la llegada de Hitler al poder: por poner un ejemplo, en 1941 el Dresdner Bank concedió un crédito de tres millones de marcos para la restauración del castillo de Wewelsburg (el panteón artúrico de Himmler). Posteriormente dicho crédito fue elevado a doce millones. La contrapartida del régimen no se hizo esperar. Éste permitió a la gran industria emplear a los prisioneros políticos y a los ciudadanos de los países ocupados como “mano de obra esclava”. Según M.J. Thornton[124] en otoño de 1944 trabajaban en Alemania siete millones y medio de civiles extranjeros, la mayor parte forzados, alojados en campos de concentración (o de trabajo). Los trabajadores orientales portaban una insignia que evitaba su mezcla con los “arios puros”. Sus lugares de residencia estaban rodeados de alambradas y guardas. Sus condiciones laborales eran tan espantosas, que se estima que sólo unos pocos eran utilizados con rendimiento (su régimen de descansos se cifraba en 2 ó 3 horas libres a la semana). Muchos de ellos estaban destinados a “trabajar hasta la muerte”. Ello se concretaba en jornadas de trabajo intensísimas, en raciones de comida cada vez más escasas, y en alojamientos atestados e infectos[125]. Así pues, el nazismo no hubiera existido sin el apoyo masivo de la gran empresa. Es un hecho cierto que el régimen nacionalsocialista empezó siendo una gran alianza entre los movimientos nacionalpatrióticos de corte fascista y las élites industriales, financieras y sociales del país. Pero tal acuerdo no hubiera sido posible sin una serie de carencias del modelo político y social alemán; y especialmente, sin el apoyo de los órganos y las instituciones del Antiguo Régimen,
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