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Sagot :
Los colonizadores europeos extendieron el mito de América como un territorio virgen apenas habitado por unos pocos salvajes. Lo cierto es que, en vísperas del viaje de Colón, el Nuevo Mundo estaba más densamente habitado que Europa.
La amplitud intacta y en gran parte deshabitada de la naturaleza americana es uno de los grandes mitos del primitivismo. Para los europeos y americanos expansionistas, esa naturaleza, tan indeterminada como un mapa en blanco, ofrecía una posibilidad, un destino grandioso de colonización, sin más impedimento que la presencia molesta de los indios, supervivientes de un mundo arcaico cuyo destino era extinguirse para dejar paso a los emisarios del progreso, a los ingenieros y trabajadores de los ferrocarriles, a los rancheros y a los ganaderos, a las grandes compañías que explotaban las minas y creaban la poderosa musculatura industrial de América. El sueño progresista parece del todo inverso, pero se basa en el mismo principio, en la convicción de que una naturaleza virgen había precedido a la llegada del hombre blanco a América.
Ambos relatos tienen una poderosa magia narrativa, pero parece ser que son igualmente falsos. Investigaciones cuidadosas en los últimos años han mostrado que los indios cazadores de las praderas no vivían en esa intemporalidad arcaica de las leyendas románticas, en esa cultura sagrada e inmóvil que a todos nos ha gustado imaginar: las sociedades cazadoras y nómadas, dependientes del caballo y del bisonte, se extinguieron del todo y sin remedio en la segunda mitad del siglo XIX, pero en realidad no se habían sostenido sobre tradiciones milenarias, sino sobre una innovación bastante tardía, la doma de los caballos salvajes.
Y las praderas sin límites, las manadas innumerables de bisontes, tampoco eran un regalo de la naturaleza: eran la consecuencia de una masiva mortandad que empezó a despoblar el continente con rapidez pavorosa cuando los primeros europeos llevaron consigo sus armas de guerra más poderosas, no los mosquetes ni los cañones, ni las corazas, ni las espadas de acero, sino las bacterias y los virus de sus enfermedades. En la ortodoxia histórica europea, los cazadores y los recolectores son los antepasados de los campesinos: pero en América eran con mucha frecuencia sus descendientes, porque fue la ruina de la agricultura por culpa de las invasiones y de las enfermedades la que creó paisajes que unos siglos después ya parecían vírgenes, habitados por manadas ingentes de animales salvajes que sólo habían podido reproducirse tanto al desaparecer la competencia de los seres humanos. Poco a poco, gracias al trabajo de los arqueólogos que excavan ciudades perdidas y canales de riego abandonados, que estudian bajo el suelo de las praderas los residuos de plantas cultivadas, la leyenda romántica empieza a deshacerse. Lo que parecía el territorio del Génesis resulta ser el paisaje de un apocalipsis que no tiene comparación en la historia humana.
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