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Sagot :
lEn este libro, que es una conmovedora mezcla de literatura de testimonio y reflexión sociológica, hablan los sicarios, las madres de los sicarios, los sacerdotes de los barrios donde viven los sicarios y los enemigos de los sicarios. Son crónicas que retratan una mentalidad juvenil a la que el Estado colombiano se ha negado a mirar y a considerar. Mostrándonos las periferias de Medellín, esas laderas montañosas donde la muerte se trivializa a diario, donde la única ley que se cumple es, al decir del cineasta colombiano Víctor Gaviria, la ley de la gravedad, Salazar termina trazando un tenebroso pero real croquis de la nueva ciudad latinoamericana. Un croquis que es como una enorme llaga, y que se lee, o se siente, de un tirón, con el alma en vilo, entre desconcertados y maravillados ante la irrupción de una generación de adolescentes que trastoca radicalmente los viejos valores morales de una cierta mentalidad pueblerina, basados éstos en la enseñanza y conservación de los tradicionales principios católicos y en la defensa de un progreso que había sido el baluarte de aquellos arrieros heroicos que habían hecho de Medellín una “Tacita de Plata” a punta de trabajo y honradez. Salazar retrata un Medellín como si éste fuera un espejo donde se vuelven astillas los viejos sueños de tanto utopista fundador o regente de ciudades, para quienes las bases sólidas de cualquier civilización urbana deben ser el respeto y la convivencia.
La ciudad de Salazar, a su modo, es una mezcla de ciudad medieval y de metrópolis. Ciudad medieval en tanto que su trazado y la disposición de sus habitantes recuerda esos casos extremos de marginalización espacial ejercida por los urbanistas del siglo XII y XIII. Jacques Le Goff (1989) habla de ciudades guetos donde iban a parar los excluidos de entonces (usureros, prostitutas, ladrones, sepultureros, descuartizadores, juglares, enfermos mentales, carniceros); y metrópolis porque en ella entran y actúan las fuerzas de una modernidad que en América Latina es despiadada (la publicidad, el consumo y el comercio de la droga, el nihilismo). La ciudad de No nacimos pa’ semilla es una ciudad quedada a mitad de camino, una ciudad que es como un retazo de culturas de pueblos diseminadas caóticamente. Pero lo interesante de No nacimos pa’ semilla es que enseña, con toda su complejidad y su desgarramiento, con toda su fuerza linguística, la figura del sicario joven, adolescente, casi niño. Ese desvalido, ese otro arrojado a los rincones putrefactos de la ciudad, que encuentra en la violencia, en el trabajo de matar por dinero al servicio del narcotráfico, una posibilidad de ser por un momento protagonista de una sociedad que no ha querido saber nada de ellos. Y su mecánica de acción está enredada con un sistema de comportamientos y creencias donde un implacable sincretismo cultural tiene su puesto. Los sicarios de No nacimos pa’ semilla, esos mismos personajes que han llenado desde 1990 muchas páginas logradas y malogradas de la nueva narrativa colombiana, son máquinas de matar pero se encomiendan a la virgen, prenden veladoras y recitan plegarias para que sus crímenes sean consumados sin mayores problemas, odian al padre ausente y aman a una madre ubicua, que lo ha hecho todo por levantarlos en medio de un mundo hostil. Para ellos amar a la madre y responder por ella pase lo que pase y ser fiel a su nombre y aferrarse a su imagen casi virginal es conservar una especie de principio ético que los enaltece. Porque, desde su dinámica moral, es posible haber asesinado muchos hombres, pero se seguirá siendo parte de la humanidad desde la óptica de los afectos, si todas esas maldades han sido hechas para favorecer a la vieja. Recordemos la frase de unos de los sicarios de Salazar: “la madre es lo más sagrado que hay, madre no hay sino una, papá puede ser cualquier hijueputa” (Salazar, 1990, 199).
Con todo, esta solidaridad familiar, de conseguir dinero matando para ayudar a la madre y a la familia precaria, no es propio sólo de Colombia y, particularmente, de Medellín. Recuérdese, para dar tan sólo un ejemplo en el plano literario, a Baltasar Gérard, ese joven carpintero de Dôle que recreó Juan José Arreola en su Confabulario. Baltasar asesina al Príncipe de Orange y, capturado de inmediato, se le condena a muerte. Segundos antes de su muerte, no es el miedo lo que lo inunda, es una cálida sensación de heroismo, de alta misión cumplida. Baltasar mata sólo por un motivo: el dinero. Y al subir al cadalso sabe que su familia, desde siemre cargada de miserias, recibirá los veinticinco mil ducados de recompensa (Arreola, 1995, 719). Los sicarios de las crónicas de Salazar obran de modo semejante. Lo que cambia son las condiciones. Ya no ha
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