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Sagot :
Respuesta:
Las noticias que llegaban de Europa eran alarmantes. Fernando VII había abdicado al trono, presionado por las tropas invasoras de la Francia bonapartista, y la insurrección del 2 de mayo se había esparcido por toda la metrópoli. Todo aquello ponía en un aprieto al virrey José de Iturrigaray, quien tenía apenas cinco años en su cargo, y se preparaba para los actos de jura y proclamación del soberano de España e Indias, como si nada pasara.
El virrey caminaba sobre un hielo delgado, y lo sabía. La situación política y económica del virreinato no era muy buena. El eco de los alzamientos indígenas de las décadas pasadas aún vibraba en el ambiente, y las reformas borbónicas habían conducido la economía colonial a la crisis. Y ahora una grieta se abría rápidamente bajo sus pies: por un lado, los españoles peninsulares y la Real Audiencia de México defendían que todo siguiera sin cambios, pues la colonia debía ser fiel al verdadero rey de España, Fernando VII, y no al usurpador colocado en el trono por los franceses; y en el bando contrario, los criollos y el Ayuntamiento de México pedían un gobierno autónomo, para paliar la ausencia de Su Majestad: una Junta de Gobierno que estaría en vigencia hasta que el trono volviera a las manos de la dinastía borbónica.
Después de conferenciar con sus consejeros, el virrey optó por el plan del Ayuntamiento: una junta de gobierno les permitiría discutir la situación entre civiles, militares y religiosos, así que la convocó para el 9 de agosto y extendió la invitación a los ayuntamientos de Xalapa, Puebla y Querétaro. Y para su sorpresa, la Real Audiencia de México secundó inicialmente su decisión, hasta que el 28 de julio llegaron las noticias de la insurrección general española y de la formación en la metrópoli de las juntas de gobierno en nombre de Fernando VII. Entonces, la Real Audiencia cambió de opinión: no hacía falta tomar decisiones propias, bastaba con acatar lo que decidiera la junta de sebilla
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