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Culpando a las víctimas: el cólera de 1991

Deterioro. Este término, con su connotación de incapacidad no solo para mejorar, sino además para conservar niveles previamente alcanzados, describe lo que pasó con la salud pública, el saneamiento ambiental y los servicios sanitarios en el Perú durante los años anteriores a la epidemia. El deterioro se expresó en 1991 en una mortalidad infantil de 78 por mil, la tercera más alta de América Latina después de Haití y Bolivia. Asimismo, las enfermedades diarreicas como la gastroenteritis, la disentería y la fiebre tifoidea, cuyas causas ambientales son parecidas a las del cólera, eran una de las principales causas de retardo del crecimiento, malnutrición y defunción entre los niños menores de un año, y eran, junto con las enfermedades respiratorias, las principales causas de mortalidad infantil de los menores de cinco años. Es grave observar que entre 1965 y 1990 el Perú tenía una alta tasa de mortalidad por diarrea en niños menores de cinco años que solo era superada en la región por Nicaragua, Guatemala y Honduras. La persistencia de las enfermedades diarreicas indica la importancia de los factores ligados a la ecología del cólera, como la ausencia de agua potable en cantidad suficiente, la falta de sistemas adecuados para eliminar excretas y la contaminación de bebidas y alimentos. Según un estudio realizado en 1988, solo el 55 % de la población tenía acceso a agua potable y el 41 % a sistemas de alcantarillado (en las zonas rurales los promedios eran mucho más bajos: 22 y 16 %, respectivamente). La contaminación ambiental era agravada porque en los años anteriores a la epidemia de 1991 las zonas marginales de las ciudades costeñas tuvieron un acelerado crecimiento demográfico por la llegada de migrantes del campo que huían del desempleo, la crisis agraria y la violencia terrorista. Este crecimiento fue superior a la construcción de la infraestructura sanitaria en estas zonas. Los migrantes y otros habitantes de las barriadas tenían muchas veces que recorrer grandes distancias para llegar a su trabajo y al mediodía compraban en la calle alimentos y bebidas de bajo precio y consumo rápido. La falta de saneamiento reseñada hasta ahora fue producto de la pobreza, de la recesión, del virtual colapso de los servicios de salud y de la retracción del gasto social del Estado peruano. Los gastos en salud representaban en 1991 apenas el 23,56 % de lo que el Estado gastó en ese rubro en 1980. Desde los años ochenta se estimaba que seis millones de peruanos, casi un tercio de la población, no tenían acceso a los servicios oficiales de salud. El Gobierno, los medios de comunicación, las clases sociales con mayores recursos, e inclusive las de menores recursos, insistieron durante la epidemia en que la principal causa de contagio era la falta de higiene personal. Esta era considerada como producto de la irresponsabilidad, la ignorancia, la desidia, la indolencia y en alguna medida de la pobreza. Según el discurso de la campaña oficial promovido por el Gobierno, lo más importante era cambiar los hábitos de higiene personal y mejorar el manejo de pacientes (hidratándolos rápidamente en casa o dirigiendo los casos graves a los hospitales). El éxito de estas medidas dependía en gran parte de conductas individuales y no de modificaciones en el grado de contaminación ambiental en que vivían los peruanos. De esta manera, la asociación entre suciedad individual y epidemia fue una manera de apoyar una campaña de bajo y menor costo de la que hubiese implicado la solución a los problemas estructurales que generaron la epidemia. El cólera reveló brutalmente las diferencias en las condiciones de vida urbana de los peruanos. Unos vivían en un sector de la ciudad con agua potable, desagüe y otros —la mayoría— carecían de estos servicios.

Extraído y adaptado de Cueto, M. (1997). Culpando a las víctimas: El cólera de 1991. En El regreso de las epidemias. Salud y sociedad en el Perú del siglo XX (pp. 174-218). Instituto de Estudios Peruanos.



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